Vengo del sin nombre, de los adoquines naranjas que la gente lame para saciar su sed, de las puertas entreabiertas que mascan chicles, de la caspa de los enanos que se multiplica imitando la nieve de este mundo, de los hisopos mágicos que convierten serpientes en vasos de agua. Voy hacia el horizonte vertical, hacia los dulces dátiles turcos, hacia las aguas vivas de la costa izquierda del mapa, hacia las chapas del rancho de José y su brújula desbordada.
Desciendo por los pasos de otro, pasos amplios, zancadas apuradas que me obligan a sostener una respiración rítmica, ágil. El oxigeno entra por las fosas nasales como el mar en las noches de tormenta, revuelto, furioso, negro, mi organismo lo agita, lo limpia y el corazón se lo come, una hoguera hambrienta, un crematorio de H2O.
Desde la mañana busco rastros de seres subterráneos, de hoyo, de montañita de tierra, necesito encontrar algo de comida antes de seguir viaje, sé que ellos tienen sus depósitos llenos de alimentos.
Como guías, las plantas de mis pies, ellas esbozan alguna sabiduría, algún registro previo, por encima, mis ojos, dos esferas perfectas que se agigantan y despliegan sus antenas como olfateando al cielo, buscando los aromas de una cocina celestial.
Sobre el camino las ranas me miran fijo y me siguen formando un verde césped sonoro, una gigante plancha musical, al mismo tiempo en que la lluvia me atraviesa por la espalda y sale expulsada hacia adelante, las gotas corren una carrera ridícula hasta los troncos caídos donde explotan y mueren, algunas victoriosas, otras no.
Mis mejillas se volvieron rojas y ásperas, curtidas de intemperies repetidas bracean y me llenan de fiebre el cuerpo, una fiebre púrpura que tiñe los lóbulos de mis orejas. Tengo el cuerpo vencido, pesado, agujereado por gotas maratonistas, impregnado de los olores de mil fronteras olvidadas, sin embargo mis pies se suceden, los brazos se hamacan rítmicos y el camino corre por debajo.
La tierra se ha tragado al sol, en línea recta a mi cabeza se alza un gajo lunar, los colores se agotan de brillar y descansan, todo se aquieta, las ranas le cantan a la niebla con los ojos entornados y mis pies desnudos murmuran oraciones sobre un rocío que no habla.
Desciendo por los pasos de otro, pasos amplios, zancadas apuradas que me obligan a sostener una respiración rítmica, ágil. El oxigeno entra por las fosas nasales como el mar en las noches de tormenta, revuelto, furioso, negro, mi organismo lo agita, lo limpia y el corazón se lo come, una hoguera hambrienta, un crematorio de H2O.
Desde la mañana busco rastros de seres subterráneos, de hoyo, de montañita de tierra, necesito encontrar algo de comida antes de seguir viaje, sé que ellos tienen sus depósitos llenos de alimentos.
Como guías, las plantas de mis pies, ellas esbozan alguna sabiduría, algún registro previo, por encima, mis ojos, dos esferas perfectas que se agigantan y despliegan sus antenas como olfateando al cielo, buscando los aromas de una cocina celestial.
Sobre el camino las ranas me miran fijo y me siguen formando un verde césped sonoro, una gigante plancha musical, al mismo tiempo en que la lluvia me atraviesa por la espalda y sale expulsada hacia adelante, las gotas corren una carrera ridícula hasta los troncos caídos donde explotan y mueren, algunas victoriosas, otras no.
Mis mejillas se volvieron rojas y ásperas, curtidas de intemperies repetidas bracean y me llenan de fiebre el cuerpo, una fiebre púrpura que tiñe los lóbulos de mis orejas. Tengo el cuerpo vencido, pesado, agujereado por gotas maratonistas, impregnado de los olores de mil fronteras olvidadas, sin embargo mis pies se suceden, los brazos se hamacan rítmicos y el camino corre por debajo.
La tierra se ha tragado al sol, en línea recta a mi cabeza se alza un gajo lunar, los colores se agotan de brillar y descansan, todo se aquieta, las ranas le cantan a la niebla con los ojos entornados y mis pies desnudos murmuran oraciones sobre un rocío que no habla.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario